Personajes con los que tomar un café: teoría a la violeta del personaje literario

Hay personajes con los que es imposible tomarse un café sin que revelen su naturaleza de cartón-piedra.

La oleada de críticas negativas que ha recibido la adaptación de Reina roja, el éxito de ventas del escritor español Juan Gómez Jurado, me ha hecho pensar en el arte del diseño de personajes, o más bien, en una cuestión gnoseológica, si se quiere, sobre lo que hace a un personaje creíble en contraste con lo que sería un personaje de cartón piedra, de guion. 

Las críticas a la serie de televisión de Amazon, que algunos extienden a la propia novela de Gómez Jurado (la cual no he leído), coinciden todas en un punto concreto: los personajes no son creíbles, hasta el punto de parecer una caricatura. Se pone el acento en la total ausencia de naturalidad en los diálogos, los chistes irónicos continuos y en ciertas ocasiones, forzados; el constante aroma a cliché que rodea a la pareja protagonista: una chica frágil física y mentalmente que es la mujer más inteligente del mundo, utilizada por una organización policial secreta para resolver los casos más espeluznantes; y un policía grandote, bien vestido, vasco, de mecha corta y homosexual (o «rarito» como él mismo se define en una parte especialmente desafortunada de los diálogos).

Coincido bastante en la crítica a este aspecto y otros de la serie, que dejé de ver al iniciarse el capítulo cuarto. No obstante, este artículo no es una crítica a Reina roja, sino un punto de partida para una reflexión a la violeta de lo que debería ser un personaje literario, y por extensión, cinematográfico. 

La prueba del café

Debo advertir que no soy ningún teórico de la literatura, por lo que no esperen una exposición sesuda al respecto, con referencias a nombres desconocidos para el lector medio que enseñan en alguna oscura universidad de los EEUU o de Suecia (es un decir). 

Pensando en las razones por las que los personajes de Reina roja y tantos otros de novelas y series populares (especialmente las más actuales) no funcionan, me pregunté a mí mismo si podría tomarme un café con dichos personajes. La respuesta es que no. Y no porque me caigan mal —ese no es el problema—, sino porque no parece que se pueda hablar con ellos en un lenguaje normal de cuestiones ajenas a la propia trama del libro, película o serie. Si encime te cae mal, entonces ni nos planteamos la posibilidad de tomarse ese café.

Esta «regla del café» para el personaje literario podría analogarse a la regla epistemológica teoreticista de Karl Popper, la de poner una teoría científica bajo el hacha para ver si aguanta el embate. Hagamos entonces la prueba con los personajes que nos encontramos incluso en las historias que, en un principio, más propensas serían a crear personajes de cartón-piedra, como en el cine y la literatura de acción.

Una de mis películas preferidas del cine de acción (y ciencia-ficción) es Aliens, de James Cameron (1986), la famosa secuela de Alien, el octavo pasajero (1979). De hecho, ambas películas sirven como ejemplo positivo de nuestra peregrina teoría. En el caso de la primera, tenemos a la tripulación de una nave comercial minera cuyo aspecto ya nos da la medida de su extracción social: clase media y trabajadora, más o menos guapos y más o menos feos, gente del montón que te puedes encontrar en cualquier lugar.

La película dedica su primera parte a presentar a los personajes y ver cómo conviven en la nave. Los ves comiendo, bebiendo, conversando, discutiendo, bromeando, antes de recibir la fatídica señal de socorro de una baliza perdida en un planeta cercano, con todo lo que viene después. Es la presentación de esos personajes como gente normal que trabaja, descansa, ríe, come y discute lo que hace que cuando el monstruo aparece nos importe y mucho lo que les pueda pasar. Queremos que sobrevivan.

Lo mismo ocurre con la secuela, y esto es más difícil, pues en esta ocasión, los protagonistas colectivos son un grupo de marines espaciales muy rudos y seguros de sí mismos. Pero igualmente, James Cameron se da un poco de tiempo para presentarlos, para que el espectador tenga al menos la oportunidad de hacer vida entre ellos. Al igual que en la primera, se les ve interactuar en los vestuarios, haciéndose bromas, estableciendo sus caracteres principales; se les ve comer e interactuar con la oficialidad y con Ripley. Incluso el jefe de operaciones, un oficial señorito que no ha visto combate real en su vida, posee una naturalidad que esperamos de una persona en su situación. Y cuando llega la acción, una vez más, queremos que sobrevivan.

¿Me tomaría un café con todos esos personajes? Sin duda, aunque quizás con los de la segunda película tomaría unas cervezas, o por lo menos un café irlandés. A riesgo de repetirme, esos personajes son naturales y tienes siempre la impresión de que tienen una vida al margen de la trama de la película, y eso es lo que los hace humanos, lo que hace que el espectador se ponga de su parte. 

Llévalo al límite

Otro ejemplo «extremo»: el Drácula de Bram Stoker. Incluso el pérfido conde sería un formidable interlocutor durante una conversación de café. Al principio de la novela, lo vemos conversar con Jonathan Harker sobre su estirpe, sobre sus aspiraciones en Londres; da de cenar al abogado y lo trata con todas las reglas de la cortesía y la hospitalidad. Luego se revela como un monstruo, pero su presentación como personaje lo hace más creíble, y por tanto más terrorífico cuando se revela toda su monstruosidad.

Por decirlo con palabras de Sartre —y de Gonzalo Torrente Ballester1—: estos personajes que he referido son a la vez personas y significaciones. No son meras funciones o tipos. Hay algo, unos pequeños detalles, que el escritor ha conseguido introducir para hacer de estos personajes figuras en tres dimensiones, personas actuando en un conjunto, como en Guerra y Paz, de Tolstoi, y no «funciones», como en algunas novelas de Balzac.

Ahora bien, una vez descubierto este tosco procedimiento de crítica literaria me ha entrado un miedo terrible a hacer la prueba con los personajes de mis libros. ¿Y si no pudiera tomarme un café con ellos? Bueno, eso lo dejo a tu elección, querido lector.

  1. Ver Gonzalo Torrente Ballester, «Esbozo de una teoría del personaje literario», en Ensayos críticos, Destino, 1982, pp. 9-34. ↩︎

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