Ucrania: tumba de «nuestros valores»

Ucrania en guerra

Desde el inicio de la operación militar especial de Rusia en Ucrania el 24 de febrero de 2022, los archipámpanos que rigen los destinos de Europa desde las poltronas de IKEA en Bruselas, desde los despachos asépticos de la banca germano-holandesa, desde los carcomidos clubs ingleses y desde las lacayunas redacciones de los medios de comunicación de la propaganda oficial, se nos viene advirtiendo que Ucrania está luchando por su independencia y su soberanía, por su modo de vida democrático y por su futuro como nación europea, y cuando la fe del algún «desnortado» ciudadano flaquea, entonces se sacan las armas de gran calibre: Ucrania está luchando por «nuestros valores».

El ensayista mexicano Adriano Erriguel cree que este sintagma hiede, oculta lo inconfesable: una ristra multicolor de ideales birriosos que son el producto más acabado del zeitgeist de nuestro tiempo; el neoliberalismo y su proceder turbomercantil, en el que cualquier parcela de la realidad es susceptible de convertirse en mercancía, y además, en mercancía divisible en varios subproductos entre los que poder elegir. Es el mercado pletórico de bienes que se codetermina con la democracia, según Gustavo Bueno.

Es este proceder que ya vislumbró Karl Marx el que hace del neoliberalismo la mayor fuerza revolucionaria que haya visto el hombre, y es la que sustenta el gran salto adelante ideológico-estructural que vivimos en los últimos años, y que provoca fracturas sociales en los países europeos y americanos. La autodeterminación del sujeto llevada a sus últimas consecuencias, combinada con el puritanismo estadounidense de la corrección política, produce una situación de pesadilla que se extiende como una mancha de petróleo en el mar, o como una isla de desechos de plástico que va tocando todas las costas. El democratismo, el transexualismo, el feminismo desbocado, la mercantilización «de las almas», la finaciarización de la economía, el inmigrantismo, el nihilismo religioso y cultural, son expandidos por el mundo a golpe de soft power, y si algún «estado gamberro» se resiste, a base de misiles y sanciones económicas. 

Ahora bien, por decirlo en términos marxistas clásicos y algo vulgares, esta superestructura ideológica se codetermina con una infraestructura económico-social que Adriano Erriguel identifica en la fase neoliberal del capitalismo. Sin embargo, aquí tenemos que señalar que esta «infraestructura» no flota por encima de los Estados, los cuales disfrutarían de una parte alícuota proporcional de ese todo infraestructural, sino que hay un Estado o Estados en el que se genera esa infraestructura y se expande. No es que EEUU tenga la parte alícuota más grande del neoliberalismo, sino que el neoliberalismo es la propia economía política de los EEUU que se expande tras la II Guerra Mundial y se hace hegemónica con la caída de la Unión Soviética. Cada imperio tiene su metapolítica (la cuarta acepción de imperio de Gustavo Bueno) y esta no desfallecerá hasta que no caiga el imperio que la soporta. En este sentido, el ser del imperio es su mismo hacer, su caminar, su actividad. 

En Pensar lo que más les duele, Erriguel señala que la lucha contra este posmodernismo neoliberal que lo inunda todo debe hacerse desde fuera del marco mental estadounidense. Sin embargo, la derrota de esta «metapolítica» o «filosofía política» tendrá que venir por la fuerza de la propia política real: tradicionalmente por la fuerza de las armas. El catolicismo cayó como ideología universal y universalista cuando el imperio español fue derrotado y escindido. Lo mismo le ocurrió al imperio chino y su «centrismo», pues la actual República Popular China, por mucho que se la quiera analogar a la China dinástica, actúa en una situación geopolítica diametralmente diferente. El proyecto de la Nueva Ruta de la Seda, con su expansión desarrollista a otros países, habla bien a las claras de que no estamos tratando con emperadores Ming.

En esta tesitura en la que las armas de la OTAN están siendo destruidas en Ucrania por el ejército ruso, y en el que la credibilidad política y militar de los EEUU está quedando profundamente en entredicho —merced también a un declive diplomático abismal con respecto a la Guerra Fría—, cabe preguntarse si la ideología desquiciada que surge de los EEUU, trasplantada a la Europa decadente de principios del siglo XXI y encapsulada en esa formula hedionda de «nuestros valores», no terminará por ser sepultada por la fuerza de las armas rusas, y también, por la nueva metapolítica que parece emerger con fuerza en el seno de Rusia: su afirmación civilizacional eurasiática, cuyos valores pasan por la familia tradicional, la religión, la convivencia étnica sin mestizaje, el pegamento de la lengua rusa, la asunción del pasado histórico en su totalidad y la creencia en un orden trascendente que da ciento y raya al nihilismo mesiánico del estilo de vida americano y su prosaísmo. 

Ucrania lucha por los valores birriosos de las élites atlantistas, pero Rusia, indirectamente, lucha por los pocos asideros nematológicos que les quedan a las clases populares europeas, y cuya supervivencia depende de la destrucción de dichas élites, su fuente de poder y su cobertura ideológica.

Ucrania podría ser la tumba de «nuestros valores». Sea.

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